El Terrorismo

 
Fragmento de la obra El terrorismo. Una lectura analítica*
Montserrat Bordes Solanas

Las definiciones más frecuentes de terrorismo ponen un énfasis interesado bien en el medio, bien en el fin o en la causa de la actividad terrorista. Quienes insisten en la importancia del medio (el uso del terror) suelen ofrecer una definición condenatoria. Quienes insisten en el fin (la consecución de ciertos logros políticos) suelen ensalzar la actividad terrorista entendiéndola como emancipatoria. Esta última es la perspectiva más frecuente entre los países del Tercer Mundo y entre quienes denuncian la instrumentalización de su miseria económica por parte de los países del Primer Mundo, mientras que la primera es más propia de los países de la Europa Occidental. Quienes apelan en su definición a las causas de la formación del terrorismo pueden ser partidarios (si la causa alegada es la percepción por parte del activista de la injusticia social y su deseo de remediarla por el único medio que considera viable) o detractores (si se cree que la causa del ingreso en un grupo clandestino armado está en algún tipo de desorden personal, emocional o psíquico).
Así, el convenio de Estrasburgo de 1977 negaba al terrorismo su carácter político, con el fin de permitir la extradición de los terroristas igual que se hacía con los delincuentes, una medida sumamente útil para acabar con las revueltas contra ciertos regímenes. El Código Penal español en su ley 44/1971 consideraba terroristas los “actos encaminados a la destrucción o deterioro de los edificios públicos o privados, vías y medios de comunicación o trasporte… con objetivos entre otros de atentar contra la seguridad del Estado y el orden público, la unidad nacional y el orden institucional”. Ambas aproximaciones al concepto de terrorismo omiten perversamente la mención del fin político al que sirve el terrorista.
Insistiendo en el medio usado por el terrorista para hacer valer sus reivindicaciones, el tercer comité de la Cuarta Conferencia Internacional celebrada en París en 191, calificaba de terrorista a “cualquiera que, con el propósito de aterrorizar a la población, utilice contra personas o bienes bombas, minas, explosivos, productos incendiarios, armas de fuego o cualquier otro instrumento de destrucción, o cause o intente propagar cualquier tipo de enfermedad epidémica, epizootia, o cualquier otra calamidad, o que interrumpa o trate de interrumpir servicios públicos o de pública utilidad…” Entre las deficiencias más obvias de esta definición se halla su incapacidad para distinguir entre el terrorismo y la delincuencia común, por un lado, y el terrorismo y la actividad bélica en general, por otro. Asimismo, según el artículo primero de la convención de Ginebra de 1937, los actos terroristas se incluyen entre los “hechos criminales dirigidos contra un Estado y cuyo fin o naturaleza sea provocar el terror en personalidades determinadas, grupos de presión o entre el público”. Esta definición no sólo condena el terrorismo como delincuencia, sino que también confunde el medio (el uso del terror) con el fin (político).
En general, las definiciones que ofrecían los organismos oficiales internacionales eran claramente filoestatalistas, es decir, protegían a los Estados incondicionalmente, sin distinguir entre actos insurgentes de terrorismo dirigidos contra Estados demócratas de actos semejantes perpetrados contra Estados dictatoriales o pseudodemocráticos. Las coloraciones emotivas suelen engendrar definiciones perversas de “terrorismo” es el que ofreció el gobierno de apartheid en Suráfrica en 1967. Según los documentos de este régimen antidemócrata y racista, que tanto tiempo mantuvo sometida a l mayoría negra, se consideraba terrorista “toda actividad que pusiera en peligro el mantenimiento de la ley y el orden”. Una definición así es indeseable no sólo por la vaguedad que autoriza sin más caza de brujas, sino también en tanto que presupone que la ley ha de ser mantenida a cualquier precio. No está lejos de esta idea la del libro de Netanyahu, Terrorism: How the West Can Win, donde este dirigente político afirma que luchar contra el terrorismo es luchar la barbarie. En este caso, la perversión no se halla en la afirmación de que algunas formas de terrorismo sean formas de barbarie. Lo que ocurre es que la insistencia en ese tipo de barbarie oculta estratégicamente otras formas de barbarie no denunciadas. En este sentido, no deja de llamar la atención que sean tan mitigadas las acusaciones de terrorismo —en el sentido de “terrorismo de estado”— aplicadas al gobierno israelí, ni siquiera cuando mantuvo en condiciones infrahumanas a trescientos ghias libaneses en la cárcel de Khiam.
Muchos prefieren ignorar que en 1987 el Departamento de Estado Norteamericano incluyo al ANC (el Congreso Nacional Africano) en el listado de grupos terroristas. El uso de la etiqueta de “terrorista” en el sentido básico de delincuente político resulto ser muy fértil como instrumento de estigmatización en la campaña de Estados Unidos contras sus adversarios ideológicos. Vale la pena recordar aquí que es a Ronald Reagan, durante su presencia, a quien se debe principalmente la renovación semántica del término “terrorismo de Estado”, acuñada para condenar ciertas acciones del aparato estatal de Kremlin, al que acusaba de proteger a grupos rebeldes de actividad represora y anti demócrata. El interés de Reagan en esta aplicación renovadora del término se debía a que con él se beneficiaba de toda su carga negativa, de modo que su etiquetación le permitía describir y enjuiciar peyorativamente a la vez a su antagonista ideológico. Y aun sigue cierto que mantener nuevas relaciones con la primera potencia capitalista del mundo es un buen talismán para evitar ser bautizado con ese apelativo.
Los intelectuales no directamente vinculados con la política también pean fácilmente de demonizadores. Walzer define el terrorismo como el asesinato indiscriminado de gente inocente, de modo que no permite distinguir entre psicópata asesino de masas y terrorista. Para Teichman el terrorismo es un método de guerra para atacar a los que no deberían ser atacados, con lo que, entre otras cosas, la diferencia entre guerra convencional y guerra terrorista quede oscurecida.
Aunque el debate sobre su definición este permanentemente abierto, hay suficiente consenso acerca de algunos rasgos esenciales de la actividad terrorista, como, por ejemplo, que el terrorista se sirve de la violencia para conseguir ciertos fines políticos. Por mi parte, en las páginas que siguen consideraré terrorista a toda activista miembro de un grupo no estatal que, desde una situación de inferioridad militar respecto de su contrincante bélico estatal y a partir del terror  generado por la realización de acciones violentas propagandísticas, apunte a conseguir un objetivo político contra ese último.
Terror
El terror, la desestabilidad e inseguridad psicológicas que genera la acción terrorista es para sus agentes el punto arquimédico de proyecto revolucionario. En comparación con la magnitud del efecto que produce, el acto terrorista en sí, físicamente, no es apenas nada. Y con él se consigue alertar a la autoridad estatal, poniendo en evidencia su fragilidad estatal, poniendo en evidencia su fragilidad estructural y su ineptitud en la defensa de sus súbditos. A este efecto arquimédico se refería Kropotkin cuando decía que tras la acción terrorista “el coloso tiembla”: al verse cuestionada la invulnerabilidad del Estado, se dan alas al espíritu de revuelta y se atrae la atención general con un efecto propagandístico mayor que el de miles de panfletos. Efectivamente, para conseguir alcanzar un fin revolucionario es preciso organizar a las masas, y puede que sus promotores no tengan la suficiente paciencia para hacerlo o creen que el esfuerzo no se verá compensado por los resultados, siempre a muy largo plazo. Quizá combinar la movilización con la actividad conspiratoria requiere una inversión mayor de la que sus arcas se pueden permitir. El acto terrorista, en cambio, produce múltiples efectos a corto plazo. No sólo da muestras de la debilidad física del coloso estatal, sino que también puede evidenciar su vulnerabilidad política y moral cuando el Estado responda a la acción revolucionaria. En efecto, si la represión es suficientemente fuerte, pueden acabar con la rebelión, pero sí lo es en exceso puede provocar la antipatía popular y su propio desprestigio moral, y así, desenmascarada la ilegitimidad del gobierno, los ciudadanos pueden sentirse moralmente fuertes como para enfrentarse a él masivamente.
Ahora bien, el terror no debe confundirse con la violencia. En principio parece claro que el terror es psicológico, mientras que la violencia puede ser también física. La violencia física que se deriva de los disparos, estallidos de bombas o atentados contra la integridad física de las víctimas no siempre está presente en los casos de actividades terroristas. Y aunque lo estuviera, no son las secuelas físicas las que definen el sentido de “terror” esencial al terrorismo. No se trata del terror del ciudadano ante la amenaza de un desastre natural, como el terror de los habitantes de Turquía ante los sismos del catastrófico final de 1999, ni es el terror ante la inminencia de una guerra explicita, como la presentida por los kosovares ante los serbios el año anterior. Tampoco es el terror de la inminente bomba una vez declarado el estado de guerra, puesto que parte de la ferocidad del efecto psicológico del terrorismo radica en que pilla desprevenidos a los ciudadanos, que ven quebrada su paz cotidiana sin previo aviso. Más bien es cierto tipo de efecto psicológico inducido antes y después del ejercicio de la actividad física violenta como tal que caracteriza la naturaleza del terrorismo. En el ámbito de la microhistoria forjada en la cotidianeidad el terrorista consigue alterar el estado de normalidad más o menos confiada que permite la convivencia ciudadana. Fomenta un clima permanente de inestabilidad debida a la manifestación de vulnerabilidad de los sistemas policiales estatales, ineptos para asegurara la plena protección de la nación. Este efecto, aun siendo una consecuencia indirecta de la acción terrorista en sí (que consiste en el secuestro, el atentado con coche bomba, etc.), es realmente el efecto buscado. Al terrorista no le importa propiamente el efecto psicológico que su actividad tiene en el secuestrado o en el herido tras el atentado, sino la onda expansiva de indefensión y amenaza permanente que genera en la sociedad y cuya responsabilidad achaca a los dirigentes en el poder. Lo esencial en el terror del terrorismo no es lo real, sino lo potencial: como en las obras de suspenso, el efecto clave no está en el estado de comprobación del crimen, sino en la persistente inminencia amenazante de su realización. Antes del atentado el terror se debe al suspenso que realiza el estallido. Cuando estalla la bomba ese suspenso acaba para sus víctimas presentes, pero no para el resto de los ciudadanos, que son las potenciales víctimas futuras. Y es que la sospecha es el genio perverso del terror, que quiebra esa frágil cadena de confianza sobre la que se basan las relaciones humanas. El ciudadano sospecha del paquete olvidado, del transeúnte que le pide fuego o del tipo del abrigo abultado que toma un café junto a él en la barra del bar. Viene al caso el proverbio chino “Mata a uno, asusta a diez mil”, que recoge el elemento esencial del terror como instrumento de contagio. Ese estado de terror indirectamente generado en la víctimas potenciales de la actividad terrorista es una especie de “efecto de espejo expansivo o de resonancia” del terrorismo. Tal efecto es posible debido a que, como caracteriza a casi todo el terrorismo contemporáneo, las víctimas son escogidas al azar. Ya ni siquiera se trata de matar o secuestrar a cualquiera que sea israelí (para el terrorismo palestino), protestante irlandés (para el IRA), español no nacionalista vasco (para ETA), sino que ciudadanos de cualquier nacionalidad y condición son victimas posibles de la actividad terrorista hasta que los gobiernos implicados se ven forzados a negociar por su seguridad. Efectivamente, suele ser propio del terrorismo el darse una desproporción considerable entre la alta incidencia del acto terrorista y la virulencia directa del acto en sí. En 1969 unos estudiantes extremistas japoneses desviaron un avión en Corea del Norte. Durante veinticuatro horas monopolizaron la actividad de tres gobiernos y las cadenas de televisión de casi todo el mundo  estuvieron pendientes del desenlace.
Terrorismo, guerra y guerrilla
Uno de los mayores errores que, de forma nada inocente, cometen algunos comentaristas periodísticos consiste en calificar al terrorista de delincuente enmascarado. Sin embargo, independientemente de nuestro juicio ético sobre la legitimidad de sus fines o de los medios usados para conseguirlos, no se nos debe escapar el hecho de la radical diferencia que existe entre la acción terrorista y la mera acción delictiva. A diferencia del terrorista, el delincuente no actúa primariamente para alcanzar un fin político, sino movido por intereses personales. Incluso un miembro de la mafia actúa en función de fines privados, sean cuales sean las implicaciones políticas indirectas de sus actos.
El terrorista suele perseguir su objetivo político contra un Estado que reprime u obstaculiza su realización. Su actitud y finalidad tiene muchas afinidades con la declaración implícita de un estado de guerra contra el aparato gobernante. De hecho, el terrorista opera como si viviera en un estado de guerra solapada respecto de sus oponentes. Desde luego, la vinculación entre el terrorismo y la guerra es históricamente frecuente. No olvidemos que uno de los detonantes de la Primera Guerra Mundial fue un acto terrorista y que muchas revoluciones se encienden a partir de chispazos de este tenor. Ahora bien, a diferencia de lo que ocurre en el caso de la guerra convencional, quienes no sean partidarios del terrorismo en cuestión negaran la existencia de ese supuesto estado de guerra (por ejemplo, los no independentistas ni nacionalistas vascos respecto de ETA niegan que exista una guerra real entre los etarras y el Estado español, sino que se trata de un conflicto unilateralmente declarado por ellos contra un gobierno inocente de las hostilidades que se le imputan) y atribuirán un beligerancia injustificable a su oponente.
Efectivamente, la relación terrorista-aparato gubernamental no es la de una guerra estándar. En primer lugar, en una guerra convencional se da una cierta simetría entre los contrincantes. Los contrincantes son Estados con ejércitos, típicamente. El terrorismo, en cambio, es en palabras de Kroptkin, “el arma de los débiles”, de modo que la asimetría es casi definicional, en la medida en que uno de los contrincantes es un Estado y el otro un grupo de presión infraestatal. Así, la hazaña de Juana de Arco al enfrentarse al invasor ingles en Orleans no sería la hazaña de un terrorista, porque finalmente consiguió el consentimiento en Chinon del rey de Francia, quien la puso al frente de una tropa armada, en representación, por tanto, de un Estado. Los terroristas son, mientras ejercen como tales, siempre minoría. A pesar de la vaguedad de las fronteras de las definiciones, la diferencia entre guerra convencional, guerrilla y grupo terrorista es básica para entender el estatuto de este último. El terrorista debe su condición a la imposibilidad táctica circunstancial de organizar una revolución (como al francesa o la rusa) o incluso una agrupación más cohesionada y amplia como la guerrilla (las de las FARC colombianas o los sandinistas nicaragüenses). Pensemos en un caso de la historia contemporánea reciente. Las naciones árabes intentaron el camino de la guerra convencional en 1967, la tercera vez que se enfrentaban las fuerzas árabes con las israelíes. A principios de 1967, tras los bombardeos sirios de varios pueblos israelís, los árabes perdieron Jerusalén y los altos de Golán, entre otros territorios. Tras la guerra de los Seis Días la Organización para la Liberación de Palestina pretendió iniciar una guerrilla anticolonial por la presidencia israelí en los territorios ocupados. No obstante, al advertir la superioridad militar  del enemigo, abandono esa vía abrazando la terrorista como la única opción a la mera resignación conformista.
Los esfuerzos de la mayoría de los estudiosos en este campo se han centrado en buscar condiciones suficientes para justificar algunos tipos de terrorismo. Algunos han creído imposible definir una regla moral que lo justifique como imperativo categórico bajo ciertas condiciones. La razón de esto último es que la licencia moral para matar ha de ser una excepción a la regla moral que condena el privar de vida a un semejante y una excepción a una regla moral no puede constituirse en regla moral a su vez. Por mi parte, en este ensayo tan solo me he atrevido a sugerir condiciones necesarias para que algún tipo de terrorismo sea moralmente legítimo; condiciones que resumiré ahora.
Toda excepción a la máxima “no matarás a un semejante” lo es alegando defensa propia. Efectivamente, es en función de lo que se denomina ius ad bellum como el terrorista puede defender su actividad, desde el conocimiento de que toda vía pacífica resultará inútil para la ejecución de sus justas reclamaciones. Un individuo o un colectivo tienen derecho a defenderse cuando ha sido desposeído de sus bienes, cuando el Estado al que pertenece ha sido ocupado por un ejército extranjero o cuando sufre la explotación social institucionalizada por parte de otro colectivo. Realmente, la naturaleza del par “colectivo opresor, colectivo oprimido” no debe marcar diferencia alguna acerca de la necesidad moral del enfrentamiento terrorista. No importara, pues, si se tratara de hostilidad entre clases sociales —proletarios frente a burgueses— entre razas —negros frente a blancos— o entre grupos ideológicos —republicanos frente a fascistas. En estas circunstancias la actividad política violenta, ya sea en forma de guerra. Guerrilla o terrorismo, a pesar de su virulencia negativa inmediata, está orientada a un objetivo valioso: la emancipación del colectivo oprimido. Es “cirugía social”, que hiere y altera l organismo social, pero que, a diferencia del blindaje, la actividad mafiosa o simplemente delictiva, ha de repercutir en beneficio del colectivo de cuyo bienestar se trata.
Ahora bien, aun aceptando que se den esas condiciones de legitimidad, ¿Cuáles han de ser los objetivos militares de tales acciones violentas emancipadoras? Se suele decir —como ahce B. T. Wilkins en su libro Terrorism and Collective Responsability— que han de ser los grupos “colectivamente culpables” (los nacionalsocialistas para los miembros de la Resistencia francesa, los oligarcas colombianos para las FARC). Esta respuesta sirve al menos para excluir que sea aceptable un terrorismo que apunte deliberadamente a ciudadanos inocentes de la represión. Así, serian injustificables los atentados a transeúntes anónimos o los secuestros de turistas libres de toda implicación respecto del colectivo perjudicado. Ahora bien, ¿Qué hay de la distinción entre asesinato y muerte legitimada por las condiciones de guerra? En todos los conflictos bélicos se han admitido razones para llevar a cabo muertes deliberadas de inocentes con el objetivo de obligar al enemigo a rendirse. Y, como nos recordaba G.E.M. Anscombe en 1958, Truman no fue el inventor de esta distinción. No obstante, los que condenamos las matanzas de Hiroshima y Nagasaki, la colocación de minas antipersonales, la tortura de prisioneros o la reducción del enemigo por inanición, no aceptaremos que esa distinción marque una diferencia moral. Desde el utilitarismo de la regla el uso de esas es éticamente intolerable.
Por supuesto, falta por delimitar las condiciones de identificación del colectivo abarcado por la culpa relevante. ¿Son culpables sólo los agentes directos de la represión? ¿También los ideólogos de la misma, aunque no fueran conscientes de las implicaciones perversas de su doctrina? ¿Queda libre de culpa quien alega actuar estrictamente en cumplimiento de las órdenes de sus superiores o quien demuestra hallarse en penoso estado de senectud tras ejercitarse en la represión en la edad madura? ¿Queda libre la mayoría silenciosa o ha de verse cómo cómplice pasiva? Notemos que el concepto de ser cómplice es gradual. Desde el cómplice directo, que colabora en la realización de la represión, hasta el indirecto, que se autoengaña sobre el origen de la injusticia social atribuyéndolas a circunstancias contextuales inevitables.
La filósofa norteamericana Judith Thomson hizo famosa en el ámbito de la ética la distinción bíblica entre el “buen samaritano” y el “samaritano mínimamente decente”, que me será útil en la cuestión relativa moral de la mayoría silenciosa. Aquellos ciudadanos que, por ejemplo, al ser testigos presenciales de un crimen, denuncian el hecho a la policía actúan como samaritanos mínimamente decentes. El buen samaritano, por otra parte, haría mucho más: actuaria directamente para evitar el crimen, aun a riesgo de su propia vida. Parece claro que no podemos reclamar ni legal ni moralmente a todo ciudadano que se comporte como un buen samaritano. Incluso la ley nos ampara cuando ni tan siquiera nos comportamos como samaritanos mínimamente decentes. Así, aplicando la distinción al caso que me ocupa, considerara a esa mayoría silenciosa como colectivo culpable supondría exigir a sus componentes algo excesivo: que sean buenos samaritanos, no solamente samaritanos mínimamente decentes. No estoy en condiciones de señalar líneas de demarcación apunta a la frente de muchos seres humanos. Lo cierto es que, más allá de los intentos de categorización de los estudiosos, que nos inclinamos sobre nuestros escritorios en busca de distinciones conceptuales, el terrorismo legítimo sigue mermando vidas inocentes y su acción merece nuestra más enconada repulsa. Víctor Mora escribirá en La Vanguardia el 24 de junio de 1987:
No hay derecho a que te maten porque has tenido la desgracia de ir a comprar cigarrillos a lado de un coche-bomba. No hay derecho de quienes viven pacíficamente en una casa de vecinos se despierten, una noche cualquiera, creyendo que ha llegado el fin del mundo, en un caos de fuego y humo y gritos de criaturas aterradas.
Como ya he advertido en la introducción, no ha sido mi intención hacer de turiferario de ninguna posición universalista condenatoria o apologética con respecto de todo tipo de terrorismo. Se trataba más bien de trazar un mapa conceptual amplio de discriminaciones relevantes sobre las condiciones de identidad y de evaluación de diferentes tipos y circunstancias terroristas. Premeditado, cruel e implacable, como lo describe el lucido poema de Szymborska con el que iniciaba este escrito, el atentado terrorista continuara formando parte de nuestra más dolorosa y vecina realidad.

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